EL PADRE ESQUIZOFRÉNICO
23 de diciembre de 1998. Universitario 2 – Cristal 1 (4-2 en los penales)
Hay un momento entre la juventud tardía y la adultez temprana en el que uno entiende que la vida no siempre funciona como se ha planificado y que hay cosas a las que se tiene que renunciar. En 1998, la U había ganado el campeonato en una dramática definición por penales frente al Cristal, pero yo no pude estar en el estadio para celebrar ese título, después de cinco años de sequía.
Ese mismo año había nacido Rodrigo, mi hijo, y junto con el abandono de las clases en la universidad, las urgencias económicas me habían obligado a tomar un trabajo en el Seguro Social como asistente legal. Las horas en el cubículo sin ventanas de la avenida Arenales que compartía con funcionarios públicos de escasa moral eran largas e irregulares y la mayor parte de las alegrías y desventuras de la U en la cancha llegaban a mí a través de la radio.
La noche del partido decisivo con el Cristal en el Estadio Nacional, logré sortear a mi jefe con el tiempo exacto como para llegar a casa durante los últimos minutos y ver los penales al lado de la cuna de Rodrigo. Cuando Esidio convirtió el último penal, cargué a mi hijo como si fuera la copa y me paseé gritando y llorando como un paciente mental por toda la casa. Solo una vez antes había llorado por la U, aunque esa vez había sido de rabia, cuando por el pase a la Libertadores del 84, Melgar nos empató en el último minuto luego de tres corners consecutivos.
Estas lágrimas del 98 eran de emoción, y tal vez de desahogo, pues la U había empezado –desde la llegada a la presidencia del ‘Gordo’ González– un proceso de descenso institucional que hasta ahora no ha podido revertir. Cuando acabé mi danza tribal en conmemoración del campeonato, me di cuenta de que Rodrigo también estaba llorando. Lloraba de miedo, aterrado por el escándalo que había ocasionado el esquizofrénico que le había tocado como padre.
AMORES MADUROS
Matute, 8 de diciembre del 2009. Alianza Lima 0- Universitario 1
Rodrigo vino con un pan crema bajo el brazo, pues en sus primeros tres años de vida, la U obtuvo el primer tricampeonato de su historia. Al margen de esa feliz coincidencia, debo decir que desde antes de que naciera me propuse ser diligente en el esfuerzo de hacer de él un hincha de la U, y que he sido muchas veces ferozmente criticado por el proselitismo crema que aparentemente no le dio a él la opción de escoger a otro equipo.
Así, la escena del 98 se repitió –aunque esta vez sin lágrimas– cuando en la final soñada ganamos el título del 99 en la casa del rival de siempre. Óscar Ibáñez, como conquistador de Matute, parado sobre el arco Norte es una imagen que todo hincha crema debe tener impregnado en la memoria para siempre.
Y también se repitió en la tarde de junio del 2000 en la que el inolvidable Betito Carranza, allá en lo alto de la cordillera, anotó en el arco del Unión Minas el gol que nos dio el Campeonato Apertura, luego de una carrera que pareció ser la última de su existencia:
Lo cierto es que durante la mayor parte de su vida, el fútbol le fue indiferente a Rodrigo, pues tan pronto como levantamos la Copa del 2000, un nuevo giro vital –la necesidad económica– nos llevó de vuelta a Estados Unidos y a alejarme de las tribunas y de mi compulsión semanal de seguir a Universitario.
Como con las personas más queridas que uno deja, siempre me enteraba de cómo le iba al equipo. Sin embargo, en el extranjero ese ejercicio se trata más bien de una experiencia solitaria, de horas frente a la computadora buscando un streaming en vivo o pinchando frenéticamente en las actualizaciones 'minuto a minuto' de las webs limeñas. Los amigos, los vecinos y tu propia familia están ajenos a ese pasatiempo, en apariencia absurdo, y tu verdadera dimensión de obsesivo queda en evidencia.
Estar cerca de la U fue una de las cosas a las que tuve que renunciar a cambio del encuentro final con la adultez. En esa década que estuve fuera, tomé la decisión de no postergar más la vocación y me convertí en periodista. Ayudaba, por supuesto, el hecho que para ser periodista solo basta declarar serlo. Se trataba entonces básicamente de un acto de fe, no muy diferente al de escoger ser hincha de determinado equipo. Como el fútbol, el periodismo venía con su dosis de frustraciones y desengaños, asunto para el cual, afortunadamente, yo ya tenía 25 años de entrenamiento.
Con toda la madurez que aportaba la aparente sabiduría de mi adultez, cuando Universitario obtuvo el título del 2009 –otra vez frente a Alianza– no logré soportar la presión de permanecer silencioso e impotente frente al monitor de mi computadora y salí a dar un paseo por un mall cercano, con instrucciones específicas a todos los que me rodeaban de que no quería enterarme del resultado hasta que finalice el partido. No pude entonces festejar en vivo el tijeretazo del 'Zorro' Alva, ni la celebración en el Monumental cuatro días más tarde, pero el sacrificio muy bien valió la pena.
Cuando llegué a casa, ya con el campeonato en las manos, le conté a Rodrigo que habíamos salido campeones luego de 9 años. Él me miró con la expresión indiferente de quien recibe saludos de un familiar al que apenas se conoce y que vive en otro continente.
DE VUELTA A CASA
15 de Diciembre del 2013. Universitario 3 – Garcilaso 0
Cuando cumplió 13 años, el gen crema en Rodrigo se desató y bastaron unos meses en Lima –estábamos de vuelta desde el 2010– para que se enamorara de la U como yo lo había hecho la noche en que mi padre se fue a verlos contra Peñarol en 1975.
Por mi lado, el reencuentro con un par de sobrevivientes de las tardes noventeras en la tribuna Norte me llevó a retomar la costumbre del peregrinaje semanal a ver –y la mayor parte de veces a putear– a los once tipos a los que le tocaba vestirse de crema. La intimidad del Lolo Fernández y la familiaridad del Estadio Nacional habían sido reemplazados por el cavernoso Monumental, una mole de cemento cubierta en polvo y descuidada por años de incapacidad y bribonería dirigencial en las faldas de los cerros de Ate.
Con los bolsillos más amplios que en esas épocas universitarias nos acostumbramos a buscar la relativa tranquilidad de la tribuna Occidente. El 2011 trajo la absurda muerte de Walter Oyarce y nos salvamos del descenso por un solo punto, pasando minutos de atroz incertidumbre cuando la Universidad César Vallejo nos empató en el minuto 94. Pronto llegó la noticia que Alianza Atlético había perdido 3-0 en Huancayo y ese resultado nos alejaba del horror de ir a segunda división.
El Monumental, sin embargo, nunca dejó de tener un aura violenta y de inseguridad, y nuestras incursiones se volvieron más esporádicas con el tiempo. También, la mesura de los cuarenta y tantos hizo de mí un hincha menos furibundo que en años pasados y los nervios crispados y la irracionalidad ya solo se presentaban durante los 90 minutos de los partidos más importantes.
Esa labor de vivir toda la semana a merced de los resultados de la U –los estados de ánimo, la expectativa– era ahora de Rodrigo, cuyo hinchaje, en esos años de debacle institucional que nos llevaron a la quiebra, y casi a segunda división, había crecido exponencialmente. Le había pasado la posta y era ahora él el que se enteraba primero de qué jugadores podían ser transferidos a Universitario y quiénes no podían jugar la próxima semana por acumulación de amarillas.
Pero cuando llegamos a la final del campeonato del 2013 contra el Garcilaso, decidí con dos viejos amigos de tribuna –Tapón y el Flaco, el mismo que me había dejado plantado en el clásico de Matute en el 93– volver a la popular. Y fuimos con Rodrigo al partido de vuelta en el Monumental.
Habíamos perdido 3-2 en Espinar y necesitábamos del triunfo para poder forzar un tercer partido en Huancayo. Esa tarde de diciembre, como en los noventas, salimos temprano de casa y nos sometimos al ritual de caminar varias cuadras y hacer largas colas entre revendedores, pirañitas y olor a hígado frito antes de entrar a Norte. En las gradas de la popular, nos apiñamos bajo el sol y el humo interminable de petardos, tabaco y marihuana, entre las más de 50 mil almas cremas y cantamos con ellos 'volveremos, volveremos' con la fe intacta, como si el tiempo se hubiera detenido 20 años antes.
Ganamos 3 a 0 y unos días más tarde salimos campeones en otra insoportable definición por penales en Huancayo. Todavía ha pasado poco tiempo de todo aquello, pero mi memoria ya tiene una imagen indeleble:
El fantástico tiro libre de Guastavino colándose en el arco norte a pocos metros de nosotros, Rodrigo con los ojos desorbitados, y nuestro abrazo de gol. Un interminable abrazo de gol crema. Por momentos como ese es que yo siempre quise ser hincha del glorioso club Universitario de Deportes.
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-Yo quería ser hincha de Universitario: Primera Parte
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