Había un tiempo –antes del Betamax y del VHS, antes de los programas deportivos nocturnos, mucho antes de youtube– cuando se escribía sobre fútbol. En ese entonces, no teníamos que recurrir a la inmediatez del 'meme' o del clip de video, ni someternos a la cacofonía de un panel de 'expertos' para enterarnos de lo que había pasado en una cancha. Nuestra dosis necesaria de fútbol llegaba a través de cronistas que describían con creatividad y detalle un partido histórico o un gol incomparable y estimulaban nuestra imaginación visual, algo que en estos tiempos parece constituir una pérdida irreparable.

Hace unos días terminé de leer 'Immortal', una biografía de George Best escrita por el periodista inglés Duncan Hamilton. Si bien las cosas que hacía en el campo de juego eran de fantasía, Best es el tipo de futbolista sobre el que hay que leer más que ver. La naturaleza romántica de su historia, surgimiento y desgracias, así lo exigen.

Hay un pasaje del libro que me hizo recordar el arte perdido del cronista deportivo que mencioné. Mil palabras que ocupan cuatro páginas y describen uno de los primeros goles de Best con el Manchester United.  Mil palabras en las que Hamilton nos pone al ras del campo, nos hace percibir cada roce del balón y cada pensamiento de los tres protagonistas –Best, el defensa McCreadie y el arquero Bonetti– en una jugada que solo dura veinte segundos.

Lo que sigue es mi traducción libre de esas mil palabras. Al final está el clip de youtube –los primeros treinta segundos del segmento– donde se ve el gol de Best descrito por Hamilton. Pero como yo lo hice, recomiendo leer primero la crónica.  

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"Un video de menos de veinte segundos nos da la dimensión del impacto prematuro de George Best en la Liga. Es un retrato en miniatura de él –"Retrato del futbolista adolescente”. El clip nos muestra toda su precocidad y audacia, y pone en vitrina un gol anotado ante el Chelsea, el equipo al que Best trataba de la forma en la que un perro trata a un poste de luz.

El gol se inicia a partir de las circunstancias más inocuas. El portero Peter Bonetti le lanza el balón a Eddie McCreadie, su lateral derecho, quien lo recibe cerca del vértice del área. No hay riesgo para McCreadie y nada parece alertarlo de lo que está por venir. Aquieta la pelota con el pie derecho, mira a su alrededor y luego hacia el frente, como si dispusiera del resto de la tarde del sábado para jugarla perezosamente a donde le plazca. Best ni siquiera está todavía en el encuadre de la cámara.

McCreadie está escogiendo el callejón por el cual lanzará un pase largo. Se le ve imperturbable y solo tiene ojos para el escenario lejano. Ve a sus delanteros en la línea de medio campo, con los brazos en alto y pidiendo que la pelota les sea bombeada. Cuando Best aparece en la pantalla y comienza a cruzar la línea visual de McCreadie, el defensor no le presta especial atención. No cuenta con la forma en la que los pies de Best parecen flotar, ni en la velocidad con la que en el delantero puede cubrir terreno. Best está todavía a dos metros de McCreadie cuando el defensa siente la urgencia de despejar el balón. Pero cuando finalmente lo hace, no le da la suficiente elevación.


En ese mismo momento, Best empieza a girar y pone el número 11 en su camiseta de perfil a McCreadie. Carga contra el despeje y la pelota se estrella en su pierna derecha, ya extendida, y luego en su talón izquierdo. McCreadie se ve obligado a girar y salir en persecución del balón, que se dirige hacia su propia línea de gol, en un intento por recuperar la posesión, pero como si fuera un ejercicio de rutina ante un error que puede ser fácilmente rectificado. Se trata de un grave error de cálculo. Best es más rápido e inteligente que McCreadie y llega a la pelota antes que él, dándole un toque con la punta del pie por encima de la cabeza del defensa para luego partir inmediatamente en busca de ella. McCreadie es sorprendido con los pies planos, y está atrapado. Además del arquero Bonetti, no hay otro compañero de equipo en esta zona de la cancha de Old Trafford. De todos modos, Bonetti es un desafortunado espectador, y solo le queda gritar indicaciones que son ahogadas por el ruido ensordecedor del público parapetado en el Stretford End, la tribuna detrás de él.

Por su lado, lleno de pánico, confundido y sin idea de qué hacer, McCreadie se las arregla para corretear hacia atrás y momentáneamente protege el balón del acecho de Best. Puede sentir el aliento del irlandés en el cuello. Decide entonces –de nuevo, de manera arriesgada y errónea– pasarle el balón a Bonetti con la parte externa de su bota derecha. Best se le adelanta y logra cruzarse delante de él, forzando a McCreadie a cambiar de plan y deslizarse sobre el césped para despejar el balón, empresa en la cual fracasa. Comienza a volcarse y la pelota se escurre débilmente del control de su pie izquierdo. Parece un tonto. Está tumbado, ignominiosamente, boca abajo, luchando por levantarse y con las dos manos sobre el césped. Se resbala nuevamente, como si la cancha estuviera cubierta de grasa, así que su perspectiva de lo que viene después es la de un gusano de tierra atrapado en la hierba. Best deja que la pelota corra hacia dentro del área. Éstá en un ángulo de 15 grados con respecto a la meta de Bonetti; y el arquero, quien no ha decidido si dejar su área chica o permanecer dentro de ella, está parado en su primer palo.

Cualquier otro jugador, ante tal improbable geometría, enviaría un centro con firmeza hacia el punto de penal, donde David Herd está esperando para rematar –y donde también está Denis Law, unos pasos atrás. Pero Best no le presta atención a ninguno de sus dos compañeros. Lo que hace, en cambio, es totalmente instintivo, algo derivado de la certeza de que su habilidad no le defraudará. Al darle al balón, Best parece un modelo posando en un manual de entrenamiento de la Asociación de Fútbol. Se inclina un poco hacia atrás. Su pie izquierdo se planta firmemente al lado del balón. Su derecha está en ristre. Los brazos abiertos le dan el equilibrio perfecto. Usa su empeine, dándole curva y haciendo rotar al balón sobre su eje. Bonetti sabe en el fondo de su corazón que está derrotado, tan pronto como ve que la pelota sale del botín de Best. Se lanza hacia arriba con el brazo derecho extendido, y con la incierta esperanza de que un leve roce de sus dedos logre desviar el trayecto de la pelota, lo suficiente como para salvarlos a él y a McCreadie.

Pero los cálculos matemáticos y trigonométricos de Best son infalibles, como si hubiera medido todo el paisaje y deducido la altura y el peso, así como la velocidad y la pendiente que necesita para superar el salto de Bonetti y encontrar la red. La pelota evade el salto del arquero por un par de centímetros y entra a un metro del segundo palo. Herd, quien había estado esperando el pase que nunca llegó, salta dentro del arco para tomar el balón, sin dar crédito a lo que ha presenciado. Bonetti está desconcertado. Se lleva las manos a las caderas, girando brevemente hacia el vencido McCreadie, quien por fin está en posición vertical, caminando con dificultad a través del área fangosa, con las rodillas sucias y sin mirar a nadie. No necesita que le digan –a través de una palabra, mirada o gesto– que es culpable del gol. La burla de la multitud es suficiente castigo."